Cuanto Hitler llegó al poder gracias a la democracia
Alfredo Ves Losada en el diario Perfil relata que, ese día, el presidente Paul von Hindenburg, viejo mariscal veterano de la Primera Guerra Mundial, hombre fuerte de la agotada República de Weimar, tenía una oferta para hacerle. Hitler la esperaba desde hacía meses.
Una hora más tarde, el líder del Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán, un ex vagabundo y agitador que se había transformado en la revelación de la última serie de elecciones generales, dejó el lugar de la reunión convertido en canciller. La cáscara del huevo de la serpiente estaba rota.
“Pasó y puede pasar de nuevo”, señaló el director del museo, Andreas Nachama.
Un pintor frustrado. Adolf Hitler llegó a la política luego de que un frustrado ingreso a la Academia de Artes de Viena lo convenciera de que no estaba dotado para la pintura. Luego de servir como cabo en la Primera Guerra, se dedicó de lleno a lo que mejor sabía hacer: parlotear y provocar, y durante 14 años encolumnó detrás de sí un combo de lúmpenes, agitadores, anticomunistas, nacionalistas e ingenuos desencantados con la República de Weimar y la ruinosa paz que sus líderes habían firmado en Versalles en 1919.
Desde que se había hecho cargo de la conducción del Partido Nazi en 1921, Hitler saboreaba la idea de un golpe de Estado que vengara aquella paz considerada una “puñalada por la espalda”. Inspirado en la marcha sobre Roma de Benito Mussolini, trató de poner en práctica su plan en noviembre de 1923. La idea era tomar Munich y avanzar hacia la capital. Pero la intentona fracasó, y él terminó preso.
Su encierro en la prisión de Landsberg lo convenció de que el camino al poder para su movimiento revolucionario era aliarse con alguna de las instituciones del Estado. Y hacia eso apuntó.
Los altos niveles de desocupación, una inflación galopante y la falta de liderazgo aportaron un escenario ideal para sus aspiraciones. El voto nazi, que en 1928 apenas era de 2,6%, creció al calor de la crisis económica, los planes de ajuste y el descontento social; esto es lo que hace que muchos analistas comparen actualmente aquel escenario con el que vive Europa por estos días. En septiembre de 1930, el respaldo nazi alcanzó el 18,3%, y dos años después, el 37,4%.
Hindenburg juró que nunca daría a “ese cabo austríaco” ni un ministerio ni la Cancillería. Pero a fines de enero de 1933, cuando habían caído 19 gobiernos en sólo 14 años, el presidente consideró que Hitler sería más fácil de controlar desde adentro y le ofreció un gobierno de coalición.
Balance de poder. “Entrando por la puerta trasera, por medio de un sucio tratado político con los reaccionarios de la vieja escuela a quienes personalmente detestaba, el antiguo vagabundo de Viena, el violento revolucionario, llegó a ser canciller de una gran nación”, escribió el corresponsal en Berlín de la cadena CBS, William Shirer.
El 31 de enero, The New York Times dedicó a la coronación del líder nacionalsocialista un título de tapa que coincidía con las esperanzas de Hindenburg, pero que lejos estaría de convertirse en una profecía autocumplida: “Hitler nombrado canciller de Alemania pero gabinete de coalición limita su poder; centristas mantienen balance en el Parlamento”.
Ni el gabinete de coalición limitó su poder ni el Parlamento logró balancearlo, porque Hitler lo disolvió inmediatamente y llamó a elecciones. El incendio del Reichstag el 27 de febrero sería la excusa para que el nuevo canciller pudiera dotarse de poderes absolutos y así comenzara la pesadilla. Duraría más de 12 años, y Europa la recuerda por estos días mientras enciende la alarma por la aparición de nuevas expresiones radicales en medio de una crisis que comparte con la de aquellos años, con indicadores como millones de desocupados, ajustes salvajes para cumplir con el pago de deudas, parálisis parlamentarias, ataques contra los inmigrantes y un ascendente rechazo a la integración regional. “Aquel 30 de enero -admitió Merkel- es una constante señal de alarma para nosotros”.