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Análisis: el cambio climático como catástrofe u oportunidad de cambio

Análisis: el cambio climático como catástrofe u oportunidad de cambio
En el diario Perfil, Héctor Zajac, licenciado y profesor en Geografía de la UBA y magíster en Problemáticas Urbanas de la Universidad de Nueva York, analiza las diferencias entre quienes atribuyen los cambios en el clima a la acción humana y dicen que se puede morigerar, y quienes dicen que la naturaleza es incontrolable. 

La semana pasada, el nivel del hielo del Artico disminuyó al mínimo en las últimas tres décadas, desde que la NASA y el Centro de Datos Nacional de Nieve y Hielo estadounidense (Nsidc, por sus siglas en inglés) comenzaron a medirlo. Así, los datos determinan que el Mar Artico ha perdido más hielo este año que en ningún otro desde 1979. Concretamente, la superficie de hielo ártico está actualmente en los 4,10 millones de kilómetros cuadrados, es decir, 70 mil km2 por debajo de su mínimo histórico, en 2007.
Los expertos señalan que el aumento de las temperaturas está provocando el deshielo de zonas del suelo costero del Artico congeladas casi permanentemente, fenómeno que conllevará multiplicar por diez las emisiones de carbono procedentes de los depósitos protegidos hasta ahora por el hielo, lo que acelerará el cambio climático.
Pero este ejemplo reciente no es el único: lejos de tomarse con espectacularidad, el impacto del derretimiento glaciar en Groenlandia debe invitar a reflexionar sobre sus posibles consecuencias con prudencia, y abrir el debate entre comunidad científica y sociedad para poder incorporar las hipótesis y predicciones más convalidadas por los paradigmas serios a los sistemas de tomas de decisiones de las naciones afectadas.
La gran masa de hielo del norte refleja al espacio el 80% de la radiación proveniente del Sol. Al fusionarse, ésta es en cambio absorbida por el agua, contribuyendo entonces a un incremento de su temperatura, por un lado, y al aumento de los niveles oceánicos y de las aguas en general. Esta posición tiene acólitos y detractores, pero aun simulada en modelos controlados, lejos de arrojar calamidades de proporciones bíblicas como resultados posibles, muestra principalmente un escenario de aumento paulatino (año a año) en la frecuencia de inundaciones en zonas bajas de grandes áreas metropolitanas y rurales.
Dicho de otro modo: nada que una buena y anticipada planificación no pueda resolver. O, por lo menos, atenuar considerablemente.
Posturas. Algunas posiciones respecto del impacto del derretimiento sobre la circulación oceánica son algo más preocupantes: las corrientes marinas actúan como “cadenas de transmisión” de calor a través del planeta, conduciendo eficientemente y en porcentajes mucho más significativos que, por ejemplo, los vientos –70% contra 30%–, calor del Ecuador a los polos, y frío de los polos al Ecuador (ver infografía).
Es decir, son las primeras responsables del balance térmico en la Tierra. Cualquier interrupción o alteración en su flujo podría calentar las zonas ecuatoriales y tropicales a niveles complicados para la vida, y enfriar mucho más las áreas frías o subpolares. Pero tan sensible como su contribución al equilibrio de temperaturas es el impacto que tienen sobre las precipitaciones –o su ausencia– a nivel global: todos los desiertos del planeta son afectados en sus costas por corrientes frías, que en su fluir constante desde el Polo mantienen baja la temperatura del agua –aun en zonas tropicales– minimizando la entrega de vapor a la atmósfera y, por lo tanto, la condensación y lluvias subsecuentes, incluso con temperaturas altas, produciendo condiciones de extrema sequedad. Una buena metáfora de esto es el ejemplo de una pava que nunca alcanza el punto de ebullición, dado que constantemente le vamos agregando agua fría.
Las corrientes cálidas, por el contrario, al llevar aguas más templadas, generan gran condensación de vapor y lluvias en las regiones que bañan.
La generación de grandes volúmenes de agua dulce podría –producto del derretimiento– alterar la temperatura y densidad del agua oceánica, haciéndola menos densa por la dilución de sales, comprometiendo la subsidencia de las corrientes que, como grandes cintas transportadoras, tienen que sumergirse para volver a surgir, y por lo tanto pudiendo alterar su funcionamiento y circulación a nivel planetario.
Imaginemos qué pasaría en las costas de Europa si no recibieran el calor que la corriente cálida del Golfo trae del Ecuador. En países como Francia o Gran Bretaña, la agricultura tal como la conocemos sería impensable, y ni hablar de Alemania o los países del Norte. 
El Niño. Para conceptualizar mejor este tipo de impactos en Sudamérica y en nuestro país podemos pensar en El Niño, cuya predictibilidad en su avenimiento dista tanto de poder precisarse que nunca ha sido incorporada como variable en la toma de decisiones de los países afectados como un ejemplo de cambio climático. Cada vez que llega a las costas de Perú y Chile, genera cambios en la temperatura del agua oceánica y cimbronazos en su economía, afectando la pesca y la elaboración de sus derivados, como harina de pescado para la exportación. Es decir, dejando regiones enteras en fase de subsistencia.
Las precipitaciones abundantes que produce una corriente cálida en zonas desérticas, como el norte de Chile, desatan grandes desplazamientos de suelos (avalanchas de barro) por la ausencia de vegetación, llegando a veces a sepultar barrios o hasta pueblos enteros.
Nuestro país no es ajeno al reflujo de El Niño –conocido como La Niña–, que trae o profundiza condiciones de sequía en importantes segmentos de nuestro territorio. El impacto sobre la agricultura durante 2009 y 2010 se hizo notar con furia, arruinando cosechas enteras principalmente en zonas extrapampeanas bajo secano y, debido a la percepción instalada de disminución en la calidad de las pasturas, promovió la liquidación prematura de terneros, generando una posterior escasez cíclica en el mercado ganadero que disparó durante 2009 una escalada en el precio de la carne.
Como se ve hasta aquí, estos problemas nada tienen que ver las profecías hollywoodenses del fin del mundo. Por el contrario: tomados a tiempo, permiten que se generen mecanismos adecuados para adaptarse a sus consecuencia, aun cuando impliquen costos de gravedad para las economías afectadas. La gran cuestión no parece ser el de una naturaleza sin patrones claros, caprichosa o cataclísmica, sino cuán preparada está la sociedad para adaptarse al riesgo que le plantea la creciente incertidumbre de los sistemas ambientales.
El término “cambio climático”, ahora tan de moda, es objeto de debate entre miembros de la comunidad científica: por un lado están los que atribuyen al mismo una causa predominantemente antrópica: deforestación, contaminación ambiental; y por el otro, los que ofrecen evidencia sustanciada en trabajos de campo de que la Tierra ha pasado por períodos de calentamiento similares al actual y mayores, en etapas incluso previas al advenimiento de la sociedad industrial –la mayor generadora de gases de invernadero– e incluso antes que cualquier pulsión civilizatoria dejara alguna huella de carbono en el planeta. Para los últimos, entonces, no se puede hablar de “cambio”, sino en todo caso de un reflujo de patrones ya existentes en la historia climática de la Tierra.
Independientemente de la discusión difícil de zanjar, hay total consenso en algunos aspectos claves: lejos quedó en el tiempo la quimera del progresismo de la segunda mitad del siglo XX del control casi absoluto de la naturaleza a través de la técnica. Las consecuencias en términos de impacto ambiental han sido muy graves.
Es necesario actuar ya dedicando más recursos a la investigación e incorporar todos los avances y descubrimientos a las esferas de toma de decisión de las naciones en general y en particular de los más afectados: los países subdesarrollados. Porque, como claramente expresa Paul Krugman, “es la observación banal –no la naturaleza–la que nos puede conducir a la catástrofe climática”.
fuente: Perfil

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