La competitividad es indisociable de cómo se distribuye el producto social
El título pertenece a una disertación del filósofo Tomás Abraham, quien fue invitado por la Unión Industrial Argentina (UIA) a exponer sobre la relación entre competitividad y educación en un congreso de la entidad en Córdoba.
Por Tomás Abraham
Hace un par de semanas, la Universidad de Tres de Febrero, una de las tantas creadas en el conurbano bonaerense en momentos en que el Partido Justicialista arremetía en la década del noventa contra el adversario político radical, que con la Franja Morada administraba la UBA, me invita por primera vez vía telefónica y por correo electrónico a ser partícipe de un evento por considerarme líder de opinión. Halagado por tal designación algo impúdica, me piden mi dirección para informarme de los detalles de la convocatoria. Como profesor de Filosofía de la UBA desde el año 1984, ensayista y columnista, jamás considerado por las universidades creadas y favorecidas por la llamada hasta por sus mismos rectores “segunda década infame”, y menos aún en tiempos de kirchnerismo militante, reconvertí mis viejos pruritos y rencores y dispuse no sólo curiosidad sino una buena disposición para participar o protagonizar –quién podía saber si esta novedad aperturista no correspondía a estos momentos en que el peronismo oficial comienza a reagruparse y divide sus aguas por si Daniel Scioli se lanza al llano político con posibilidades de adueñarse de un futuro en el que varios se quieren anotar– y esperé el correo prometido.
Con la sigla Merco, se me hace llegar un cuestionario de parte de una institución que se ocupa de lo que llama con cierta pomposidad Monitor Empresarial de Reputación Corporativa, y me invita en tanto líder de opinión a marcar en un tablero de multiple choice una calificación de uno a cien de los méritos de otros tantos cien líderes empresarios de nuestro país.
No estimé que se trataba de un malentendido ya que ser columnista y aparecer en programas periodísticos de la televisión nos convierten por virtudes de la sociedad del espectáculo en líderes de algo. Son títulos de nobleza posmodernos al igual que el de “notable” – más patricio y anticuado– con el que se me distinguió en algún otro evento que ahora no recuerdo, que nos invitan a confirmar con nuestro nombre la investidura otorgada tras cumplimentar el crucigrama encomendado.
No pude responder por dos motivos, que son tres. Uno por orgullo, otro por desconocimiento, y el tercero, porque no me pagaban.
Dejo de lado dos para quedarme con un tercero, y no me refiero al dinero, sino al hecho de que no pertenezco al mundo empresarial, por lo que las figuras del listado sólo me eran familiares por su presencia en las páginas de los suplementos de espectáculos o por las que hojeo de los eventos sociales, por lo que jamás me crucé con Eurnekian, Madanes, Pérez Companc, ni con Tinelli o Alan Faena. Sólo cuento en mi currículum haber sido novio a los diez años de la señora de Pescarmona, cuyo poderoso marido sabrá comprender la inocencia de la relación en tiempos en los que no podía sospechar que aquella niña sería una dama prominente de la sociedad mendocina.
Invitado a disertar sobre el grave tema de la competitividad y su relación con la educación, a ofrecer mi punto de vista en un coloquio que reúne a las principales figuras del empresariado industrial de la provincia de Córdoba, acepté complacido el convite, no en este caso en tanto líder de opinión, ni para satisfacer mi orgullo siempre a punto de ser herido, sino por una tercera razón no considerada en el anterior acápite y que en este caso cuenta.
El mercado nos engloba a todos. Espero que mis colegas no consideren que me entrometo en temas que no son de mi incumbencia, se equivocarían de pensarlo así, ya que la competitividad también involucra a quienes se dedican a la filosofía.
Estamos obligados a ser filósofos productivos. Cada vez que aspiramos a algo, a una beca, a un viajecito, se toma nota de nuestros antecedentes laborales y se los mide. El reino de la cantidad nos es insoslayable, organismos de control ponderan el cúmulo de publicaciones que hacemos con referato, la asiduidad de nuestra presencia en congresos es determinante, el sistema de puntajes se aplica con frialdad kafkiana. Pertenecemos a un universo competitivo que se define por ofrecer menos plazas que candidatos deseosos de ocuparlas.
El mercado se define por la escasez, hay más bocas que comida. Por eso la producción es necesaria; si no fuera así, viviríamos en el Paraíso, en el mundo de la recolección. Pero desde que la sociedad de consumo se hace imperante, aquella carencia que definía el mundo natural para obligar al hombre a producir bienes a fin de sobrevivir nos aleja del reino de la necesidad y cambia el rumbo de las determinaciones hacia lo que podemos llamar la creación artificial de escasez o, para llamarlo en términos sociológicos, la creación de necesidades.
Bondad y felicidad. Daré un ejemplo concreto. Nadie puede decir que el mundo del siglo XXI necesita de filosofía. Hace mucho tiempo que se vive sin ella. Desde que el Muro se cayó, no hay una filosofía que se haya apoderado de los aparatos institucionales, tanto culturales como educativos, como lo hizo el marxismo durante setenta y dos años en medio planeta. Los anteriores intentos, si bien no tuvieron un peso semejante, no por eso nos permiten ignorar que Platón y Aristóteles guiaron la labor pensante durante dos milenios desde el estoicismo romano a la escolástica medieval y el sufismo arábigo, y que la filosofía ilustrada, tanto en su contractualismo liberal sajón como en el democrático popular francés, incidió en la era moderna. Por supuesto que el fascismo también tuvo sus musas filosóficas, pero todos estos casos fueron de inspiración indirecta, más un relato de legitimación de elites gobernantes y círculos restringidos, y no la ideología de masas que caracterizó el pensamiento planetario de Karl Marx convertido en doctrina oficial de Estado.
En nuestros días, nada de esto ocurre a pesar del relato criollo que pretende convertirse en himno patrio de liberación y que no es más que un chavismo devaluado. La filosofía que vive en el mercado circula por el espacio del saber académico, y el saber académico circula al interior de sí mismo. Claro que hay una filosofía que se vende fuera del ámbito de especialistas y que, gracias a los medios de comunicación –entre ellos los libros–, tiene dos canales por los que la tradición desagua sus eternas vertientes: uno es el de la felicidad, y el otro, el de la bondad. Por uno compramos un sistema inmunológico que nos garantiza seguridad y protección contra la vejez, el fracaso, la fealdad, la enfermedad, la muerte, la soledad. Cuando este tipo de oferta filosófica llega a umbrales en los que ejerce su mayor crueldad, nos comunica que todos estos desaires de la existencia se deben a que no sabemos vivir, que tenemos un yo enfermizo, que somos seres contaminantes, que no controlamos nuestra mente, que comemos carne, que envenenamos con nuestra frustración a los semejantes y que debemos comprar con urgencia un manual de autoestima o asistir a una charla de Claudio María Domínguez.
Por el otro, por el lado de la bondad, la filosofia ofrece su recetario de ética a satisfacción del poder económico, que nos permite llamar al empleado cliente interno; al jefe, coach; a la mercancía, servicio; al enemigo de la cuadra, vecino; al jefe de personal, directivo de recursos humanos, y al empresario, creativo.
De esta situación resulta que quien no ofrece en el mercado filosofías de la felicidad o de la bondad está fuera de circuito, salvo que invente un nuevo nicho, y ese nicho está, y a él le dediqué una parte de mis energías intelectuales: se llama política, y con más precisión: actualidad nacional. A diferencia de los anteriores, no destaca la promesa de felicidad ni la justificación por la bondad y, por lo general, se dedica a generar malestares, indigestiones, aquello que hoy resumimos con el nombre de crispaciones.
Mi presencia en este foro en tanto filósofo, que ha hecho de la extensión universitaria una vocación pertinaz, concierne entonces al rubro actualidad nacional, del que también me ocupo sin ánimo esta vez de ser irritante, y cuyo subtema es la competitividad en su relación con la educación, y que constituye un peldaño sobre el cual los invito a ingresar de a poco y sin prisa con el fin de disfrutar el universo socrático que inauguró la filosofía occidental.
El modelo chino. Y, así, casi sin querer, dije la palabra divisoria de aguas a la que remite el problema de la competitividad en nuestros días: Occidente, es decir la China.
El capitalismo chino ha puesto a Occidente en un brete. Por un lado en lo económico, pero también en lo político. El optimismo que destilaba lo que se denominó “pensamiento único” en la década del noventa se ha desmoronado radicalmente en poco tiempo. La China establece en el mundo actual los parámetros de la competitividad. No sólo se trata de la productividad que depende de la ciencia aplicada a la producción, sino de los marcos institucionales, las tradiciones culturales y las jerarquías sociales en los que se desarrollan los sistemas económicos.
La competitividad china no sólo se fundamenta en los bajos salarios, en la incorporación del know how corporativo de las multinacionales, la presencia de decenas de miles de estudiantes chinos en las mejores universidades del mundo, un mercado interno que ya es gigante y está en expansión, un mercado mundial que consume sus productos, por ser un cliente primerísimo en alimentos y energía, por poseer las reservas en moneda fuerte más importantes del mundo, por ser el mayor acreedor de la primera potencia hasta ahora conocida, por albergar a casi un cuarto de la población del planeta, sino porque es una sociedad de partido único, sin libertad de prensa, con censura y persecución política, y un sistema de castigo implacable para quien transgreda las normas de lo que bien podemos llamar una dictadura.
Occidente vive con temor, y llamo Occidente a los EE.UU. de Norteamérica y la Unión Europea, ya que nosotros, los del sur occidental, somos parte de una economía subsidiaria hoy denominada mercado emergente, que combina subdesarrollo con períodos de crecimiento, una presencia incierta y ciclotímica en la economía internacional en caso de ser proveedora de materias primas, y que apenas puede modificar el estancamiento, o el deterioro, en educación, salud, vivienda, que son muestras de altos índices de desigualdad social, lo que los organismos internacionales definen como un muy bajo coeficiente de desarrollo humano.
De todos modos, desde el punto de vista político nos reinvindicamos de la tradición democrática que generó la Revolución Inglesa de 1688, que limita el poder absoluto con el parlamentarismo, la Revolución Francesa de 1789, que en nombre de la igualdad elimina los títulos de nobleza, y de la Revolución Norteamericana de 1778, que hace del individuo una entidad protegida en su palabra y en su cuerpo del poder del Estado.
Pluralismo, igualdad, individuo son los tres símbolos con los que la tradición política llamada occidental esculpió la Estatua de la Libertad. Y ninguno de ellos aparece en quien lidera el futuro de la competitividad en el mundo económico. Más aún, se ha explicitado –aun con desazón, si no espanto– que la competitividad que hoy el mundo exige para no quedar atrás en la carrera productiva que asegura crecimiento se muestra incompatible con sociedades en las que la pluralidad divide, la igualdad nivela para abajo y el individualismo es un estímulo a la disidencia y a la anarquía.
A pesar de las afirmaciones que sostienen que en la sociedad de conocimiento la generación de contenidos requiere creatividad, que la nuevas tecnologías no son controlables por poderes centrales que pretenden limitar las libertades y que todo mercado competitivo no puede ser regulado totalmente, el hecho es que los topes de eficiencia, aquello que se considera excelencia, productividad y liderazgo, están determinados por valores cada vez más estrictos, implacables, con exigencias de dedicación exclusiva y un modo de producción en el que la vida humana es sólo una variable más y no siempre la más importante.
Me disculpo si mi exposición comienza a tener el color y la melodía alarmista de los clásicos congresos de mi especialidad, en donde siempre gana el espíritu más catastrofista y el disertante más favorecido es quien denuncia las calamidades de nuestro tiempo y el que más desalienta a los oyentes. Créanme que, lejos de ser interesantes, esas muestras de temor y temblor en boca de conferencistas itinerantes, peregrinos de malas nuevas y seguidores locales son penosas, autocomplacientes, puritanas y chatas a rabiar. Poco tienen que ver con lo que la gente vive, con el mundo tal cual es y con posibilidades ciertas de cambio. Más tienen que ver con lo que dije en un principio sobre la exigencia de competitividad de parte de los filósofos que se mide por la corrección política, la banalidad ética, el mal envejecimiento y el sometimiento nativo a autoridades académicas y bibliografías de prestigio internacional.
Espero no reactivar ese tipo de ceremonias. Pero que hay problemas, los hay, y que hay dilemas, también. Para ilustrar esta nueva decadencia de Occidente y el entorno de la crisis económica y financiera del Primer Mundo, me remito a un estudioso del capitalismo moderno ya comentado hace unos años en mi libro La empresa de vivir, Robert Reich, ex secretario de Trabajo de Bill Clinton y consejero de Barack Obama en su primera campaña presidencial, que lo ungió a la primera magistratura, además de profesor en la Universidad de Berkeley en Políticas Públicas.
El platonismo mercantil. Hace veinte años, Reich escribe The Work of Nations (El trabajo de las naciones), en el que describe los cambios que a su entender se perciben en la sociedad norteamericana y que anuncian la tendencia mundial en lo concerniente a formas inéditas de estratificación social, determinada por las nuevas tecnologías aplicadas al mundo del trabajo. Diagrama así una sociedad que se divide en tres grupos que llama analistas simbólicos, los encargados de los servicios rutinarios de producción y quienes ofrecen lo que denomina servicios personales. Ese era el mundo que visualizaba en los años noventa en momentos en que la revolución informática y la caída de los sistemas soviéticos ponían en escena a una superpotencia que no sólo había salido victoriosa de la carrera espacial sino que generaba una mutación en los sistemas productivos con efectos impredecibles.
El servicio llamado rutinario es un residuo del capitalismo fordista basado en la manufactura, la industria del acero y un sistema laboral en el que la puntualidad, la lealtad, la repetición y la visibilidad eran predominantes. Las nuevas tecnologías a cargo de los analistas simbólicos son transprofesionales ya que comprenden a expertos en intermediación estratégica que bien pueden ser investigadores científicos, ingenieros de sistemas, biotecnólogos, especialistas en recursos humanos, planificadores de bienes raíces, consultores de variada gama –de finanzas, de management, de impuestos–, buscadores de talento, asesores de imagen, arquitectos especializados en estructuras inteligentes más altas que Babel, estrategas de marketing, neurólogos y headhunters, etc.
Los analistas simbólicos en la cúspide de esta nueva sociedad punto com están atendidos por el pelotón de los servicios personales, cuya principal virtud es la sonrisibilidad y la preocupación ritualizada por el prójimo, y que agrupa a un personal extendido entre custodia privada, servicio de catering, conserjes, masajistas, camareros, azafatas, fisioterapeutas, personal trainers, niñeras, choferes, psicoanalistas, profesores de yoga, dietólogos y pastores de espíritus santos. Todos ellos les harán la vida agradable a los analistas simbólicos mientras van cayendo hacia la base de la pirámide social no sólo los que se dedican a las tareas de la manufactura clásica, sino todos aquellos que trabajan –como lo señala Reich– al amparo del sistema de las competencias, es decir los empleados públicos, ya sean maestros, médicos, todos los profesionales pagados por los gobiernos.
Reich, un hombre progresista, del Partido Demócrata, no nos decía que este mundo que se avecinaba era el mejor de los mundos posibles, sino que era el que se venía y el único real.
Veinte años después, ya transitadas las sucesivas crisis del punto com y de la burbuja inmobiliaria, Reich publica un nuevo libro, After Shock, en el que pretende investigar las causas del derrumbe financiero que se ha bautizado con el nombre de la Gran Recesión, que sólo se distingue de la crisis del ’29 por una sola letra –aclaro que es la R por la D–, y ofrecernos una serie de medidas para volver a instalar a la sociedad norteamericana en el camino iniciado desde el fin de la Segunda Guerra Mundial hasta la década del 70.
Aquellos treinta años de la Gran Sociedad fueron los de un Estado de bienestar que tuvo como protagonista a la clase media en su ascenso social y en su ingreso a la sociedad de consumo.
Reich, en los tiempos en que gobernaba Bill Clinton, asistía a una revolución en la gestión que se manifestaba en un aumento acelerado de la productividad, en cambios radicales en los sistemas de trabajo y profundas transformaciones en la sociedad. La visión que tenía del rumbo de las sociedades que llegaron a llamarse poscapitalistas se parecía a la de una sociedad de castas dividida en los tres niveles designados por Reich, de acuerdo al acceso y uso por parte de la población económicamente activa de las nuevas tecnologías. Poco se hablaba de movilidad social por el encantamiento que producía la nueva configuración cuyo progreso parecía irrefrenable.
Denominé a este paradigma social una nueva forma de platonismo mercantil, una república global en la que el analista simbólico es el rey.
La crisis del punto com, el 11 de septiembre y la burbuja inmobiliaria de 2008 cambiaron el panorama mundial con la rapidez con la que parecen mutarse los escenarios políticos contemporáneos.
Nadie los anticipa, todos los especialistas son profetas del pasado y las tendencias que se anuncian tienen el recorrido de un rizoma. Pueden ir para cualquier lado.
Competitividad y democracia. En su nuevo libro, Reich cambia su ángulo de mira y se deshace de esas antiparras con lentes rosas que le teñían de ese color la revolución de la productividad digital en el mundo globalizado. Ahora su problema es la distribución de la riqueza, la extrema concentración de la misma, la destrucción de la clase media, la polarización y la desigualdad social y la brecha que se creó entre pobres y ricos desde la década del 80 hasta hoy.
Desde su punto de vista, la sociedad norteamericana puede derivar hacia nuevas formas fascistas de gobierno si no revierte este proceso de consolidación de oligarquías que remueve los cimientos de sus fundamentos democráticos.
Y no lo dice desde un punto de vista moral que no aporta medidas prácticas que permitan revertir la situación, sino desde un punto de vista económico. Señala que los EE.UU. producen más que lo que consumen y que no tienen otra alternativa que revitalizar su mercado interno mediante el acceso de las clases medias a los bienes públicos y privados. Para ello recomienda –asesorado por su grupo de trabajo– una serie de medidas fiscales que estimulan la demanda y crean empleo.
El diagnóstico de Reich sobre una sociedad que es la más avanzada de acuerdo a los índices de productividad y que, evidentemente, tiene problemas en términos de competitividad, nos instruye acerca de que hoy el tema de la competitividad es indisociable de los modos en que se distribuye el producto social. Si los parámetros de la competitividad los establece la China, el modelo de sociedad al que tendemos es el de esa sociedad, que a pesar de su peso milenario en términos filosóficos, artísticos, o científicos, ha decidido reconvertir la dictadura del proletariado en una dictadura capitalista de partido único.
Esta China de la que hablo no es el Japón de los años setenta, su incorporación al mundo es distinta. Para comenzar, el proceso de globalización no tenía las características que hoy tiene; las crisis de estos últimos años eran desconocidas hace décadas, y tiene diez veces más habitantes. Además, la forma de participación de los EE.UU. en la reconstrucción de Japón después de la guerra mundial poco tiene que ver con el Imperio del Sol Naciente, que ni formó parte del Eje ni fue destruido por dos bombas atómicas, nada les debe a los norteamericanos en términos de bienestar económico sino que, por el contrario, mantiene el valor de su divisa a la vez que refuerza el poder de compra de sus consumidores y reivindica una tradición revolucionaria de origen campesino que, aunque poco tiene que ver con su actual realidad, la aleja, ya sea por su confucianismo patriarcal como por el dogma del materialismo histórico, de los valores democráticos de Occidente.
Tengo la sensación de que puede entenderse que hablo de un peligro amarillo; espero que no se entienda de ese modo. Los miedos de Occidente son peligrosos, ya sea el miedo al musulmán, el miedo al latino, el miedo al asiático, el miedo a la mezcla. No pocos alientan formas extremas de la paranoia en distintas regiones del mundo.
Nada será como fue. La historia no se repite, a lo sumo rima, como dicen algunos. No podemos prever qué dinámica tendrá en los países asiáticos –la China en particular– el sistema político de control total en un mercado competitivo de variación continua. Las contradicciones –para usar ese término tan mentado por Mao– aflorarán. En Occidente –nombre que dejó de usarse durante siglos y que hoy vuelve al vocabulario político con connotaciones diferentes pero aún difusas–, los problemas son complejos. Desempleo en los jóvenes, extensión de la vida biológica y envejecimiento poblacional en los países desarrollados, incremento del costo de mantenimiento de una población inactiva por ser joven o vieja –una por imposibilidad de acceso, la otra por improductividad– y una tecnología que ahorra mano de obra, a lo que se agrega la debilidad de los Estados nacionales, migración de millones que huyen del hambre, sombras sobre las consecuencias en la especie humana del uso irrestricto de la ingeniería genética…
El listado de problemas es deprimente, como todo listado que suma peligros y desconoce paliativos o soluciones. No sigo. Imagino que no fui invitado para decir que la competitividad en nuestro país se arregla con una devaluación del veinte por ciento, una reducción del costo laboral, una mayor predisposición al diálogo de parte del Gobierno, la necesidad de planes de largo plazo, mayor seguridad jurídica, menor gasto público y, por supuesto, más inversión en educación. Si así fuera, si es eso lo que se deseaba oír, espero no haber infringido la norma ni defraudado las expectativas ya que también lo acabo de decir. Gracias por la escucha.
fuente: Perfil